“Los políticos son todos iguales”, “Yo soy apolítico” o “Yo
paso de la política” son comentarios que suelen escucharse frecuentemente en
cualquier conversación entre amigos, familiares, compañeros de trabajo o compañeros
de clase.
En mi opinión, estas coletillas se emplean con mayor
frecuencia en periodos de decadencia económica o social como el actual.
La política no es algo nuevo, ni es nada que se haya
inventado en algún momento puntual de la historia de la humanidad para
favorecer a unos y fastidiar a otros. La política ha acompañado al ser humano
desde el Neolítico y lo seguirá haciendo siempre. Surgió precisamente como
forma de organizar la sociedad jerárquicamente y forma parte de la esencia de
nuestra especie.
Volviendo al hilo de lo expuesto anteriormente, es lógico
que exista un colectivo de personas que se sienta engañado o que consideren que
los políticos no les solucionan sus problemas y que, entonces, para qué están.
Este razonamiento alcanza más fuerza aún cuando quien lo comparte se encuentra
en situación de desempleo, no está de acuerdo con la situación de determinados
impuestos, siente que no tiene la suficiente cobertura sanitaria o el alcalde
de turno no pone fin a un determinado conflicto en su pueblo, por poner algunos
ejemplos.
Ahora bien, precisamente por ello, la ciudadanía tiene que
apostar por creer en la política, porque sólo la política es capaz de poner fin
a esos asuntos y porque gracias a ella, cada persona tiene el poder de hacer
cambias las cosas. ¿De qué forma? Con el voto. El voto es la herramienta que
nos hace iguales a todos, al que es rico y al pobre, al que tiene trabajo y al
que no, al jubilado y al estudiante, al empresario y al obrero. Cuando sea el
momento de un proceso electoral, cada uno tiene la potestad de decidir quién
quiere que sea la ideología que le represente y debe aprovecharlo.
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